El ayuno del burro

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El gallo, consuetudinario madrugador, anunció la llegada de la aurora.

Algunos pájaros ya se le habían adelantado en su temprana rutina y cantaban alegres, (o al menos lo parecían). No escatimaban esfuerzos por hacerle saber a todo ser viviente que pronto el sol tocaría la tangente del horizonte y que era absolutamente necesario ponerse a hacer algo, es decir, a buscar comida.

En una vivienda en las afueras de la ciudad, una yunta de bueyes se demoraba en alzar sus moles, perezosos en la comodidad del terroso lecho, debajo de una encina centenaria.

Un burro, dentro del pesebre superpoblado, se levantó sin entender demasiado el porqué del apuro de los alados cantores, por cuanto tenían todo el día por delante para alimentar sus menudos cuerpos emplumados.

Después de sacudirse el polvo, meneó su cola, se golpeó con ella sus ancas, y la pasó entre las patas. Se frotó los ojos en sus extremidades anteriores y luego bostezó, dando por terminada su higiene matutina.

Le extrañó que el hijo menor de su dueño no hubiera llegado a molestarlo como todos los días, pero el joven a veces se olvidaba de sus tareas, demorándose tirando piedras a blancos imaginarios.

Se dirigió a la salida del humilde establo justo cuando el sol adelantaba sus rayos, en majestuosa aparición.

No vio ningún ser humano, ni de su casa, ni de los que cotidianamente transitaban por el camino, ya a esa hora de la mañana.

–Extraño- pensó. -Ayer no fue dia de fiesta.

Gallinas picoteaban el seco terruño, y las cabras rondaban en el reducido espacio del patio en procura de raíces. El rebaño de ovejas, esquilado hacía poco, saltaba de una en una el portillo semicerrado, y escapaban hacia el abrevadero del lado oeste de la vivienda.

Los pastores no aparecían, las mujeres tampoco.

Un murmullo se elevaba de las moradas vecinas y de las habitaciones de sus dueños. Y aunque el burro no era muy avezado en melodías, notó que el contenido las prolongadas notas que se escapaban por las ventanas se asemejaba más a gemidos que a regocijo.

El jumento no era dado a la bebida, pero de tanto cargar borrachos de regreso a casa se había familiarizado con las manifestaciones de alegría producto de las libaciones, y había llegado a asociar el olor peculiar que exhalaban (sumamente desagradable para su gusto), mientras cantaban en el trayecto de vuelta. Esos lamentos no eran canciones de ebrios.

Y la mañana avanzó sin producirse cambios. Continuaban las voces, pero nadie salía de las viviendas. Esto lo alarmaba porque la poca agua de los abrevaderos ya casi se había consumido, y el calor diurno comenzaba a sentirse.

Del rebaño brotaban balidos de desconformidad por la ausencia del pastor, y pese a la mansedumbre ovina natural, se notaba el nerviosismo provocado por la espera fuera de lo común, sustancial cambio en la rutina diaria.

El asno decidió indagar sobre el asunto, y se dirigió a preguntar a las gallinas, chismosas empedernidas, que se aprovechaban de la familiaridad con las personas para enterarse de todo. Una a una contestaron que no entendían lo que ocurría, pero al tocarle el turno a una polla colorada, muy conocida por lo sabihonda, ella dijo que en la mañana del día anterior un extranjero que vino del mar, pasó por esta parte de la ciudad advirtiendo que todo iba a ser destruido.

Un ohhh! rebuznado con sorpresa salió del hocico del jumento, y las amigas de la portadora de tan inquietante noticia cacarearon atemorizadas. Uno de los bueyes, rumiante de pocas palabras, con fama de sabio, se interesó al escuchar sobre el asunto y se acercó sin prisa. Al entrar en el círculo, comentó que  luego de uncirlo a la carreta,  al caer la tarde del día anterior, ya saliendo de la plaza donde sus amos vendían hortalizas, éstos se subieron al pescante para escuchar a un heraldo del rey. El pregonero, luego de cada toque de tambor repetía: “Que nadie tome ningún alimento. Que tampoco se dé de comer ni de beber al ganado y a los rebaños. Al contrario, vístanse todos con ropas ásperas en señal de dolor, y clamen a Dios con todas sus fuerzas. Deje cada uno su mala conducta y la violencia que ha estado cometiendo hasta ahora; tal vez Dios cambie de parecer y se calme su ira, y así no moriremos.” Firmado, el Rey de Nínive

Según el buey, aquella proclama se repitió varias veces, hasta que la voz se perdió en la distancia. También agregó que en el camino de regreso los hombres no pararon de hablar del asunto, y no urgieron a la yunta a volver con prontitud como de costumbre, sino que se demoraron hablando con los que se le cruzaban, comentando tan impactante e inusual asunto.

-¿Qué significa eso de clamar, y mala conducta?- Nunca escuché tal cosa-, dijo el burro

-¿Ropas ásperas, nosotras?- preguntó una cabra entrometida,

-¿Y cuándo va a pasar esto?, le preguntaron al buey.

-Según los hombres, dentro de cuarenta días.

Era una muy mala noticia estar sin comer ni tomar agua por tres días. Los animales más viejos recordaban las sequías, y como se marchitaba la hierba al agotarse el agua, la muerte de sus congéneres y el dolor de los hombres.

-Pero son sólo tres días, nos han tenido sin comer por más tiempo, ahora el agua sí que es un problema-, dijo el burro.

-Claro que ellos siempre están comiendo-, apuntó la gallina chismosa.

-¿Quién es Dios? Preguntó la cabra.

Se hizo un gran silencio. Nadie lo conocía.

Tenía que ser muy poderoso para que el mismísimo rey mandara aquel mensaje y para que todas las personas estuvieran tan preocupadas.

-Para los humanos ayunar no es sólo no comer-, corrigió el buey. -También es eso que estamos escuchando, esas voces tan extrañas, el agua salada que sale de sus ojos.

-Nadie me contesta mi pregunta- insistió la cabra: ¿Quién es Dios?

-No sabemos quién es-. Le dijo el burro y continuó: -pero a mí me cargaron una vez una imagen de madera, a la que le llamaban diosa Ishtar, y me hicieron llevarla por varios caminos hasta la casa de otros seres humanos. Agregó:

-Cuando pasaba, la gente se inclinaba delante de mí. Yo me puse muy feliz, porque supuse que los hombres me honraban, hasta que uno de los que me guiaba me dio con una vara en mis ancas y me recordó quien yo era.

-Para que el rey y sus ministros hayan mandado anunciar el decreto, este dios tiene que ser mucho más poderoso que la imagen que te hicieron llevar en tus lomos- acotó el buey.

-Nuestro rey es muy fuerte-, dijo el burro, -cuando sale a la guerra con su ejército demoran tanto como un día en atravesar las puertas de la ciudad, de la madrugada a la noche. Y el polvo que levantan al marchar puede verse desde muy lejos. Sus caballos son los más veloces del mundo, y como sus jinetes, no tienen miedo a nada.

-¿Cómo el rey le va a tener miedo a Dios?

-Tienes razón-. Asintió la cabra. –Pero menos sentido tiene que nos pongan bolsas por encima con este calor- Y mirando al buey, inquirió:

-¿Habrás oído bien?

El enorme animal se ofendió ante la duda. Dio media vuelta y volvió al lugar donde todavía reposaba su socio, sacudiendo la cabeza.

Las gallinas se alejaron.

La cabra vio una raíz entre dos piedras, y olvidó el asunto, dedicándose a remover la tierra con sus pezuñas.

Los lamentos aumentaban de volumen lentamente, extendiéndose por la ciudad.

El burro exhaló un rebuznado suspiro de resignación, mientras comentaba.

-Sigo sin entender esto del ayuno.

Moraleja: Todos conocemos que a Jonás se lo tragó un pez, pero como el burro, seguimos sin entender lo del ayuno.

(Leer el libro de Jonás)

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Naaman el Sirio

eikon_1142_Siria es un país milenario. La ciudad más antigua descubierta se remonta a tan temprano como tres mil años A.C. Su actual territorio es mucho menor a la porción que dominó en esos tiempos y hasta los años del imperio romano.

Sus luchas, tales como las de sus vecinos, eran permanentes.

Había un tiempo en que los reyes salían a la guerra. Así lo relata Samuel, en su primer libro, en el capítulo once: “Aconteció al año siguiente, en el tiempo que salen los reyes a la guerra, que David envió a Joab, y con él a sus siervos…”

Siria e Israel eran, a veces enemigos, a veces aliados. Alianzas y coaliciones eran continuas y efímeras. Y nadie confiaba en el vecino; a menos que casaran a sus hijos entre ellos, y aun así no significaba una garantía absoluta.

Y usaban todos los recursos disponibles. Cuando se quería debilitar a un pueblo se le negaba el acceso a los metales hierro y bronce y se talaban los árboles en su territorio.

 Era imperativo guerrear, algo que quienes ostentaban el poder de una nación tenían asumido, era parte de su rutina anual. El entrenamiento, aprendizaje, instrucción  de los príncipes incluía, como una de las materias más importantes, el arte de la guerra.

Y por supuesto que el ostentar una alta jerarquía dentro del ejército sirio era motivo de orgullo. Y más cuando un jefe militar tenía sus galardones marcados en su piel.

Sus cicatrices eran el currículo vitae de su experiencia. Si se quería contratar un guerrero no le pedían referencias personales, le pedían que se quitara la camisa, o la túnica.

Namaan era uno de ellos, se había ganado su posición luchando, a filo de espada. Había escalado hacia la cima de su gloria pisando montículos de cabezas de enemigos decapitados Su posición era tan elevada que cuando el rey entraba en el templo a adorar a sus dioses se apoyaba en el brazo del general.

Llamaríamos hoy en día a su soberbia, algo bien ganado.

Pero (ay! los peros), tenía un problema, era leproso.

La enfermedad era incurable en esos tiempos. Y como el cáncer u otras tantas dolencias, no perdonaba a nadie. Tanto así, que por siglos muchos reyes dejaron el trono para ir a convalecer a una vivienda separada, dejando a sus hijos gobernar.

Todos sabían de su enfermedad, en su casa, en las filas del ejército, y por supuesto, en la casa del rey.

El poder en sus manos no le servía de nada. Era impotente ante la terrible lepra.

-¿Has escuchado de casos parecidos? Un famoso actor de cine aquejado de cáncer, un gobernante con el corazón debilitado. Un cantante perdiendo la voz.

Demás está decir que de nada sirven el poder y el dinero para sanar lo incurable. Y algo se revela en el interior de la persona. Todas las luchas, todos los esfuerzos para poder llegar adonde estaba, y ahora el horizonte ennegrecido se venía encima. Implacable.

En esas circunstancias el orgullo retrocede, de a poco, dolorosamente, pero retrocede. Y se busca un remedio, no importa lo que cueste, no importa si hay que viajar, no importa si hay que implorar.

Y eso le sucedió a Namaan. Advertido por una esclava hebrea, viajó a Israel a ver a un profeta famoso, que, según ella, sanaba. En pomposa caravana,  se dirigió al palacio del rey de Israel con cartas y regalos del rey de Siria.

Imagínate lo que pensó el monarca. Un rey que buscaba pretextos para atacar su casa le mandaba un general con una enfermedad incurable para que el rey lo sanara.  Y claro, lo despidió entre quejas y con cajas destempladas.

Total, a Naaman no le quedó otra opción que dirigirse con toda su caravana a la casa (si se le podía llamar así), del profeta Eliseo.

-¡Qué humillación!

Y allí no terminó el asunto. El profeta no salió a recibirlo. Mandó a su siervo a decirle que se fuera a bañar.

-¡Lo mandó a bañarse!

Y peor.

-¡Le dijo que se bañara siete veces!

Peor aún.

-¡Que se bañara en el Jordán!, un riachuelo que a veces hasta se secaba.

Naaman había imaginado que el propio profeta saldría e invocaría el nombre de Dios, y le tocaría la piel, y él, el General, sanaría al instante.

Se retiró furioso, lanzando imprecaciones en su idioma, rojo de rabia.

Frustrado y humillado.

-¿No había ríos en Damasco mucho más caudalosos y bonitos que ese sucio Jordán?

Sus siervos se acercaron, y con miedo se atrevieron a sugerirle que hiciera lo que se le indicaba.

Era sumamente fácil, le dijeron: -¿Qué le costaba probar, quedaba de camino a casa.

Naaman pensó: -Cierto, es fácil, pero degradante.

Pero llegó hasta el río; desmontó de su orgullo y del caballo, y desnudo, delante de toda su comitiva, bajó al riachuelo de lodosas orillas y se zambulló siete veces.

-¿Que qué pasó preguntas?

-Sanó, por supuesto.

Y se alegró.

Y juró fidelidad al Dios de Israel, al único Dios.

Yo me pregunto: ¿cuántos mueren por no humillarse ante el único Dios, dando patadas contra el clavo hasta exhalar el último suspiro?

– Tu ¿Qué piensas?

Tu hermano en Cristo

Roosevelt Altez

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