Naaman el Sirio

eikon_1142_Siria es un país milenario. La ciudad más antigua descubierta se remonta a tan temprano como tres mil años A.C. Su actual territorio es mucho menor a la porción que dominó en esos tiempos y hasta los años del imperio romano.

Sus luchas, tales como las de sus vecinos, eran permanentes.

Había un tiempo en que los reyes salían a la guerra. Así lo relata Samuel, en su primer libro, en el capítulo once: “Aconteció al año siguiente, en el tiempo que salen los reyes a la guerra, que David envió a Joab, y con él a sus siervos…”

Siria e Israel eran, a veces enemigos, a veces aliados. Alianzas y coaliciones eran continuas y efímeras. Y nadie confiaba en el vecino; a menos que casaran a sus hijos entre ellos, y aun así no significaba una garantía absoluta.

Y usaban todos los recursos disponibles. Cuando se quería debilitar a un pueblo se le negaba el acceso a los metales hierro y bronce y se talaban los árboles en su territorio.

 Era imperativo guerrear, algo que quienes ostentaban el poder de una nación tenían asumido, era parte de su rutina anual. El entrenamiento, aprendizaje, instrucción  de los príncipes incluía, como una de las materias más importantes, el arte de la guerra.

Y por supuesto que el ostentar una alta jerarquía dentro del ejército sirio era motivo de orgullo. Y más cuando un jefe militar tenía sus galardones marcados en su piel.

Sus cicatrices eran el currículo vitae de su experiencia. Si se quería contratar un guerrero no le pedían referencias personales, le pedían que se quitara la camisa, o la túnica.

Namaan era uno de ellos, se había ganado su posición luchando, a filo de espada. Había escalado hacia la cima de su gloria pisando montículos de cabezas de enemigos decapitados Su posición era tan elevada que cuando el rey entraba en el templo a adorar a sus dioses se apoyaba en el brazo del general.

Llamaríamos hoy en día a su soberbia, algo bien ganado.

Pero (ay! los peros), tenía un problema, era leproso.

La enfermedad era incurable en esos tiempos. Y como el cáncer u otras tantas dolencias, no perdonaba a nadie. Tanto así, que por siglos muchos reyes dejaron el trono para ir a convalecer a una vivienda separada, dejando a sus hijos gobernar.

Todos sabían de su enfermedad, en su casa, en las filas del ejército, y por supuesto, en la casa del rey.

El poder en sus manos no le servía de nada. Era impotente ante la terrible lepra.

-¿Has escuchado de casos parecidos? Un famoso actor de cine aquejado de cáncer, un gobernante con el corazón debilitado. Un cantante perdiendo la voz.

Demás está decir que de nada sirven el poder y el dinero para sanar lo incurable. Y algo se revela en el interior de la persona. Todas las luchas, todos los esfuerzos para poder llegar adonde estaba, y ahora el horizonte ennegrecido se venía encima. Implacable.

En esas circunstancias el orgullo retrocede, de a poco, dolorosamente, pero retrocede. Y se busca un remedio, no importa lo que cueste, no importa si hay que viajar, no importa si hay que implorar.

Y eso le sucedió a Namaan. Advertido por una esclava hebrea, viajó a Israel a ver a un profeta famoso, que, según ella, sanaba. En pomposa caravana,  se dirigió al palacio del rey de Israel con cartas y regalos del rey de Siria.

Imagínate lo que pensó el monarca. Un rey que buscaba pretextos para atacar su casa le mandaba un general con una enfermedad incurable para que el rey lo sanara.  Y claro, lo despidió entre quejas y con cajas destempladas.

Total, a Naaman no le quedó otra opción que dirigirse con toda su caravana a la casa (si se le podía llamar así), del profeta Eliseo.

-¡Qué humillación!

Y allí no terminó el asunto. El profeta no salió a recibirlo. Mandó a su siervo a decirle que se fuera a bañar.

-¡Lo mandó a bañarse!

Y peor.

-¡Le dijo que se bañara siete veces!

Peor aún.

-¡Que se bañara en el Jordán!, un riachuelo que a veces hasta se secaba.

Naaman había imaginado que el propio profeta saldría e invocaría el nombre de Dios, y le tocaría la piel, y él, el General, sanaría al instante.

Se retiró furioso, lanzando imprecaciones en su idioma, rojo de rabia.

Frustrado y humillado.

-¿No había ríos en Damasco mucho más caudalosos y bonitos que ese sucio Jordán?

Sus siervos se acercaron, y con miedo se atrevieron a sugerirle que hiciera lo que se le indicaba.

Era sumamente fácil, le dijeron: -¿Qué le costaba probar, quedaba de camino a casa.

Naaman pensó: -Cierto, es fácil, pero degradante.

Pero llegó hasta el río; desmontó de su orgullo y del caballo, y desnudo, delante de toda su comitiva, bajó al riachuelo de lodosas orillas y se zambulló siete veces.

-¿Que qué pasó preguntas?

-Sanó, por supuesto.

Y se alegró.

Y juró fidelidad al Dios de Israel, al único Dios.

Yo me pregunto: ¿cuántos mueren por no humillarse ante el único Dios, dando patadas contra el clavo hasta exhalar el último suspiro?

– Tu ¿Qué piensas?

Tu hermano en Cristo

Roosevelt Altez

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